El buen vivir es una aspiración, una esperanza, un sueño: las situaciones de inhumanidad que afectan a nuestro país –y a otras sociedades— pueden ser superadas por un ordenamiento socio-económico y político distinto, que sea más humano, solidario y justo.
En el centro del buen vivir está la persona, no vista como un átomo, como algo separado y en competencia con los demás, sino en sus vínculos con los otros, en sus relaciones solidarias con quienes la rodean. Pero también en una relación de respeto y cuidado hacia la naturaleza. Y, asimismo, con un anclaje en las propias raíces históricas, culturales y comunitarias.
¿Es el buen vivir inclusivo? Por supuesto que sí. Hay que recordar que inclusión es algo opuesto a exclusión. Esta última se caracteriza por poner, a amplios sectores sociales, al margen del acceso de bienes y recursos esenciales para su vida.
En la actualidad, el mercado es el gran mecanismo de exclusión: excluye a quienes no pueden ser ni compradores ni vendedores de lo que está controlado por él. Y el mercado, en el marco del neoliberalismo, se fue apoderando de recursos y bienes esenciales para una vida digna.
Lo cual quiere decir que una vez en manos del mercado –y de las familias, empresas y corporaciones que lo controlan— esos recursos y bienes dejaron de estar disponibles para todos y todas. Quedaron a disposición de quienes, como consumidores, podían y pueden comprarlos. Los no compradores –grandes segmentos de la población— quedaron y quedan excluidos de la posibilidad de acceder a esos bienes y recursos.
Pese a la retórica de los defensores de la privatización de la salud, la educación, el agua, el medio ambiente…. Pese a su retórica, la exclusión es la consecuencia necesaria de la privatización. El corolario de ello es que mediante esa privatización se transfieren bienes y recursos públicos –que son de todos y todas— a manos de unos pocos, que terminan conformando una élite ajena a la realidad de la mayoría en su bienestar, riqueza y privilegios.
La única manera de revertir la exclusión es impulsando mecanismos de inclusión que, por definición, no pueden ser generados desde el ámbito empresarial privado (sea universitario, sanitario o de otro tipo), sino desde el ámbito estatal. O sea la inclusión obliga al fortalecimiento del Estado, lo cual no significa ahogar al sector privado: significa que este último, por su naturaleza, no puede tener en sus manos el bien común, que es el ámbito de la inclusión….. Y también de la democracia.
Fuente original: Contrapunto
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