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Mi viaje al Espino

Submitted by on May 21, 2013 � 9:04 amNo Comment

De las cartas a Cholito por el Pipil Vu
Hace 65 años, (No te digo cuando yo estaba chiquito, porque en El Salvador chiquito es mala palabra) fuimos a pasar la Semana Santa al Espino, una de las playas más lindas de nuestro país. Mi tío había pagado quince colones –- unos 4 dólares americanos de ese entonces- por el viaje de 8 días a un carretero apodado Tincho el negro, que tenía los bueyes mejor maiciados y más fuertes del Llano Grande.

Yo no conocía el mar y tuve un gran alucine cuando me lo describieron. Lo que no me dijeron es que nos íbamos a echar cinco días de viaje – dos y medio de ida y dos y media de regreso—en una carreta de madera, durmiendo sin colchones, a lomo pelado, debido al calor, con jejenes y zancudos chupándonos la sangre noche y día.

 

Eramos 6 personas viviendo ese calvario: mi tío, mi tía, mi madre, mi prima-una niñita de 8 meses- y Tincho. En la carreta habían echado hasta una piedra de moler con la respectiva mano. A un lado, en los trinquetes Tincho colgó los manojos de zacate—la comida de los bueyes, que despedían un polvillo llamado hajuate que posteriormente fue bautizado con el nombre de pica pica y que el gobierno de turno mandaba a “espolvoriar” para deshacer los mítines de la oposición. Cuando el polvillo caía en la piel te picaba hasta el cereguete. Tendrías la amabilidad decirme el significado de la palabra cereguete?…. yo no lo sé. La he usado con “J”

 

Otra cosa rara, le llamaban sestiar cuando detenían el viaje para encender un fogón, calentar el bastimento y comer. Hoy pienso que la expresión tiene que ver con la palabra siesta que según he leído la inventaron los italianos más güevones.

 

En ese viaje nos llevó quien nos trajo. La segunda noche, allá por la cuesta de la Chepona, unas dos leguas después de Jucuarán, ya llegando a la hacienda La Cabaña, la venérea carreta se dio vuelta quedando con las llantas para arriba a causa de los grandes juracos de la calle. A tu servidor le cayó la piedra de moler en la chimpinilla, pasó berreando toda la noche y llegó “patojeando” a la playa. A mi madre le salió un divieso muy doloroso en la nalga derecha debido a una picada de zancudo que dijo se le había “infestado”.

 

El mayor trauma para mí fue llegar al Espino y escuchar el vals Alejandra ejecutado por los músicos del lugar con dos guitarras, dos violines y un esperpento llamado mandolina. La voz del cantante no era mala, pero se le salían varios gallos mientras interpretaba el triste vals. Ni las misas de cuerpo presente sin cuerpo presente que hacían en El Calvario eran más tristes. Cuando oía el vals me daba dolor de estómago o ganas de llorar. Para colmo, la canción estaba de moda y por cincuenta centavos te la volvían a cantar. Escuché decir a los vetarros que aquel adefesio nada tenía que envidiar al Danubio Azul. Pobre Danubio Azul, verdad?

 

En el Espino, dormíamos en un champa bien cerca del estero usando petates sobrepuestos en la arena. De vez en cuando sentíamos un mal olor a restos de pescado, cangrejos y otros mariscos; era cuando mi tío poéticamente recitaba que el estero guelía a mujer y les pedía a las señoras que cerraran las piernas. A esa edad yo no entendía el significado de esas frases y menos cuando mi tía le reprochaba volviéndome a ver y diciéndole: recordáte que hay ropa tendida, pericos en la milpa y moros en la costa.

 

Perdona que te he contado cosas inacostumbradas, pero me deleito recordándolas y ejercitando la memoria con intenciones holísticas para mi renovado coco que siempre fue super chúcaro. Estas cartas son parte de mi terapia amansativa. Otra vez acantinflado verdad?

 

Un abrazote. mb

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